domingo, 4 de noviembre de 2012

Chicos seguimos con los cuentos tradicionales...lean ahora

Juan sin miedo

Érase una vez un matrimonio de leñadores que tenía dos hijos. Pedro, el mayor, era un chico muy miedoso. Cualquier ruido le sobresaltaba y las noches eran para él terroríficas. Juan, el pequeño, era todo lo contrario. No tenía miedo de nada. Por esa razón, la gente lo llamaba Juan sin miedo.
Un día, Juan decidió salir de su casa en busca de aventuras. De nada sirvió que sus padres intentaron convencerlo de que no lo hiciera. Él quería conocer el miedo, saber qué se sentía.
Estuvo andando sin parar varios días sin que nada especial le sucediese. Llegó a un bosque y decidió cruzarlo. Bastante aburrido, se sentó a descansar un rato. De repente, una bruja de terrible aspecto, rodeada de humo maloliente y haciendo grandes gestos, apareció junto a él.
—¿Qué hay, abuela? —saludó Juan con toda tranquilidad.
—¡Desvergonzado! ¡Soy una bruja!
Pero Juan no se impresionó. La bruja intentó todo lo que sabía para asustar a aquel muchacho. Nada dio resultado. Así que se dio media vuelta y se fue de allí cabizbaja, pensando que era su primer fracaso como bruja.
Tras su descanso, Juan echó a andar de nuevo. En un claro del bosque encontró una casa. Llamó a la puerta y le abrió un espantoso ogro que, al ver al muchacho, comenzó a lanzar unas terribles carcajadas. Juan no soportó que se riera de él. Sin miedo alguno pero con todo respeto le explicó que es muy feo que las personas se burlen de otras personas por ser diferentes. El ogro entendió esto porque era la primera vez que alguien hablaba con él y no corría desesperado por el temor. El muchacho pasó la noche en la casa del ogro.
 Por la mañana siguió su camino y llegó a una ciudad. En la plaza un pregonero leía un mensaje del rey:
—Y a quien se atreva a pasar tres noches seguidas en este castillo, el rey le concederá a la mano de la princesa. Juan sin miedo se dirigió al palacio real, donde fue recibido por el soberano.
—Majestad, estoy dispuesto a ir a ese castillo —dijo el muchacho.
—Sin duda has de ser muy valiente —contestó el monarca. Pero creo que lo deberías pensar lo mejor.
—Está decidido —respondió Juan con gran seguridad.
Juan llegó al castillo. Llevaba años deshabitado. Había polvo y telarañas por todas partes. Como tenía frío, encendió una hoguera. Con el calor se quedó dormido. Al rato, unos ruidos de cadenas lo despertaron. Al abrir los ojos, el muchacho vio ante él un fantasma. Juan, muy enfadado porque lo habían despertado, tomó un palo ardiendo y se lo tiró al fantasma. Éste, con su sábana en llamas, huyó de allí y el muchacho siguió durmiendo tan tranquilo.
Por la mañana, siguió recorriendo el castillo. Encontró una habitación con una cama y decidió pasar allí su segunda noche. Al poco rato de haberse acostado, oyó lo que parecían maullidos de gatos. Y ante él aparecieron tres grandes tigres que lo miraban con ojos amenazadores.
Juan agarró una barra de hierro y empezó a repartir golpes. Con cada golpe, los tigres se iban haciendo más pequeños. Tanto redujeron su tamaño que, al final, quedaron convertidos en unos juguetones gatitos a los que Juan estuvo acariciando.
Llegó la tercera noche y Juan se echó a dormir. Al cabo de unos minutos escuchó unos impresionantes rugidos. Un enorme león estaba a punto de atacarlo. El muchacho levantó la barra de hierro y asustó al pobre animal, quien empezó a decir con voz suplicante: 
—¡Basta!, ¡basta!, ¡no me es más! ¡Eres un bruto!, ¿no te das cuenta de que me vas a matar?
A la mañana siguiente, Juan sin miedo apareció el palacio real. El rey, que no daba crédito a sus ojos, le concedió la mano de su hija y, a los pocos días, se celebró la boda.
Juan estaba encantado con su esposa y se sentía muy feliz. La princesa también lo estaba, pero decidió que haría conocer el miedo a su marido. Una tarde al regresar Juan, ella  dormía tan profundamente que parecía muerta. El pobre Juan creyó eso y entró en pánico, temblaba de terror, sus pelos estaban rizados y ¡conoció el miedo, por fin! Al cabo de unos minutos la princesa despertó y le sonrió a su amado.
Juan, una vez recuperado, agradeció a su esposa el haberle hecho sentir miedo, algo que todo el mundo conoce.


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